Cuando me dijeron que tenía cáncer, lo primero que pensé fue: “Se acabó todo.”
No pensé en tratamientos, ni en opciones. Solo pensé en la muerte.
Porque desde pequeño, eso era lo que el cáncer significaba para mí: un final inevitable, un camino sin retorno.
Me sentí triste, frustrado… vacío.
Lo único que tenía claro en ese momento era que no quería hacerme quimioterapia.
Lo poco que sabía del tema era duro: gente débil, sin fuerza, postrada en una cama, deteriorándose más rápido por el tratamiento que por la enfermedad misma.
Y yo no quería pasar por eso. Estaba seguro.
Intenté buscar otras alternativas, investigar, aferrarme a cualquier otra posibilidad.
Pero al final, todos los caminos me llevaban a lo mismo: si quería tratar el cáncer, las quimios eran lo único viable.
Así que un día, simplemente dije: “Ya no jodo más.” Acepté.
Acepté las quimios, pero también acepté todo lo que venía con eso: el miedo, la incertidumbre, el dolor.
Gracias a Dios, di con un buen doctor, uno que me dio confianza en medio del caos.
Pero aun así, tenía miedo. Mucho.
Y lo más difícil no era la enfermedad ni el tratamiento.
Lo más difícil era ver sufrir a mis padres.
Ver su angustia, su impotencia, ese dolor que intentaban ocultar para no preocuparme más.
Eso me partía más que cualquier diagnóstico.
Una noche, con el corazón roto y mil preguntas encima, le pregunté a mi mamá:
“¿Y si yo muero… qué va a pasar con ustedes?”
Y su respuesta fue dura, pero fue exactamente lo que necesitaba escuchar.
Me dijo: “Pues será fuerte… pero seguiremos con nuestra vida.”
Y ahí, en ese instante, algo dentro de mí se rompió.
Pero no de tristeza, sino de liberación.
Fue como si me quitaran una mochila invisible del alma.
Solté. Lloré. Descansé.
Y esa noche, por primera vez, acepté mi muerte.
Y al día siguiente, empecé a vivir.
No estoy exagerando.
Desde ese momento, mi vida cambió.
Ya no vivía huyendo de la muerte, sino agradeciendo cada día que tenía.
Empecé a leer como nunca antes: libros de emprendimiento, finanzas, desarrollo personal.
Pensaba: “Si salgo de esta… tengo que hacer que mi vida valga la pena. No puedo seguir siendo un vago más. Tengo que dejar una huella.”
Y lo hice a mi manera.
Después de cada quimio, me daba pequeños regalos.
Iba solo al cine —algo que descubrí que me sanaba muchísimo—
Y comía lo que me gustaba: una pizza, una hamburguesa…
Los días de quimio dejaron de ser días de tortura y se convirtieron en días de disfrute.
Empecé a hacer lo que antes no me atrevía.
Hice paracaidismo.
Abrí mi canal en YouTube.
Se me fue la pena. El miedo al “qué dirán”.
Vivía con la intensidad de quien sabe que tal vez no haya un mañana.
Y esa fue la mejor forma de vivir que he conocido.
Antes del cáncer, me preocupaba morir sin haber hecho nada con mi vida.
Después del cáncer, me preocupé por vivir de tal forma que, si moría, me fuera tranquilo.
Y aún sigo en ese camino.
Hoy tengo más sueños, más proyectos, más historias que contar.
No porque me crea invencible, sino porque sé que cada día vale.
Cada minuto.
Cada conversación.
Cada viaje.
Cada foto.
Aceptar la muerte me enseñó que estar vivo no es tener pulso…
Es tener propósito.
Y si tú estás leyendo esto, tal vez sea una señal para que empieces a vivir de verdad.
No esperes a tener un diagnóstico, una pérdida, un susto…
Aprovecha que estás vivo.
Haz eso que siempre postergas.
Llámalo. Viaja. Salta. Deja huella.
Haz que tu historia valga la pena ser contada.
— Juan
💬 ¿Te sentiste identificado?
Cuéntame en los comentarios si alguna vez la vida te dio un sacudón que te despertó.
Me encantaría leerte.