Mi experiencia en el Triatlón Ironman 5150 Cartagena: entre satisfacción y frustración

Mi experiencia en el Triatlón Ironman 5150 Cartagena: entre satisfacción y frustración

Hace poco viví una de las experiencias más intensas y emocionantes de mi vida: competir en el Triatlón Ironman 5150 de Cartagena. Aunque ya había hecho un Oceanman de 10 km en aguas abiertas, siempre me rondaba la idea de enfrentarme a un triatlón olímpico. En mi cabeza pensaba: “si ya hice un 10k de natación, ¿qué tan difícil puede ser un 5150?”.

La verdad es que no lo pensé demasiado: cuando salió la preventa de inscripciones, me apunté de inmediato. Compré el cupo sin analizarlo mucho, con esa confianza ingenua de quien cree que lo tiene todo bajo control. Era un reto nuevo, diferente, y lo quería en mi vida.


El camino de preparación

Los meses previos fueron un campo de batalla personal. En el Oceanman mi preparación había sido mucho más organizada, pero esta vez tenía un factor nuevo que cambió todo: mi hijo. Ser papá es la experiencia más hermosa, pero también la más demandante. Entre madrugadas cortadas, noches sin dormir y el tiempo que exigen los negocios, cada día de entrenamiento se convirtió en un rompecabezas.

Hubo días en que lograba nadar y trotar, otros en que apenas podía montar bici y luego trotar, pero nunca conseguí juntar las tres disciplinas en un mismo día. Las madrugadas me costaban horrores; a veces, después de noches de poco sueño, igual salía a entrenar, pero con el cuerpo pesado y la mente cargada.

Más de una vez pensé en no ir. Sentía que no tenía el nivel de preparación que necesitaba, que me iba a exponer a un sufrimiento innecesario. Pero había algo en mi interior que me empujaba: “llegar a la línea de salida ya es un triunfo… y si lo logro en menos de 3 horas, me voy feliz”. Ese pensamiento se convirtió en mi ancla durante las semanas previas.


La mañana de la competencia

El día de la carrera amanecí con nervios, expectativa y emoción. Mi mujer y mi hijo me acompañaron a la salida, y eso me dio una fuerza extra. Verlos ahí, tan temprano, sonriendo y apoyándome, fue un recordatorio de por qué estaba haciendo todo esto.

El ambiente era vibrante. Mientras nos organizábamos, sonaba música electrónica chill, justo el tipo que me gusta, y eso me ayudó a bajar las pulsaciones. El organizador tomó el micrófono y nos regaló unas palabras que quedaron tatuadas en mi memoria:

“Ustedes no están aquí por casualidad. Se prepararon para estar aquí, y nadie les puede quitar eso. No va a ser fácil, pero va a ser inolvidable. Disfruten el camino y cuando empiece a doler, recuerden esto: nadie, pero nadie, llega hasta aquí por casualidad. Nos vemos en la meta”.

Sentir esas palabras justo antes de lanzarme al agua fue un golpe de energía. El pitido sonó, ajusté las gafas —que al principio se me llenaron de agua y me obligaron a nadar de espaldas unos segundos—, y arranqué.


La natación: mi fortaleza

Desde el primer movimiento me sentí en casa. La natación es mi terreno, y eso se notó. Avancé fuerte, cómodo, pasando a mucha gente. Me preguntaba: “¿será que me tocó con los lentos, o voy demasiado rápido?”, pero no me detuve a pensar demasiado. El amanecer en Cartagena me regalaba postales inolvidables: cada vez que salía a respirar, veía el horizonte iluminado, el agua brillando, y me repetía: “esto es lo mío”.

Salí del agua con confianza. El primer obstáculo estaba superado.


La bicicleta: el desgaste silencioso

El cambio a la bici fue rápido. Los primeros 10 km fueron relativamente fáciles: el viento estaba tranquilo y el sol apenas comenzaba a calentar. Pero en el km 20 todo cambió: el viento se puso en contra, el sol empezó a quemar con fuerza, y yo, en lugar de bajar el ritmo, insistí en mantener la velocidad.

Ese fue el error. Quise sostener un paso exigente y terminé desgastándome más de lo necesario. Para el km 30 ya sentía las piernas pesadas, y al bajarme de la bici lo confirmé: calambres en los glúteos, dolor que me sacaba risas nerviosas pero que me recordaba que el cuerpo ya estaba entrando en zona roja.


El trote: un horno mental

Salir a correr fue como entrar en un horno. La ciudad amurallada, con sus calles empedradas y sus muros históricos, se sentía como una trampa de calor. El termómetro marcaba más de 30 grados y la humedad era brutal. Respirar costaba, el aire parecía espeso, y cada paso me hacía pensar que en cualquier momento me podía desmayar.

Por suerte, los puntos de hidratación estaban bien ubicados. Me lanzaban agua al cuerpo, bebía gatorade, y eso me daba pequeños momentos de alivio. Pero la verdad es que el trote fue una tortura.

Los primeros 5 km fueron duros, los siguientes 5 aún peores. Mi mente no paraba de atacarme: “¿para qué seguir si ya tu tiempo no sirve? ¿por qué no te sales? qué pena este resultado”. Pero al mismo tiempo, otra voz me empujaba: “faltan 7… ya faltan 6… ahora 5… solo sigue”.

Ese diálogo interno fue la verdadera batalla del triatlón. No contra otros competidores, no contra el calor, sino contra mi propia mente.


El momento de la meta

Un kilómetro antes de llegar, el público gritaba con fuerza: “¡Ya están a un kilómetro, mézanle que ustedes pueden!”. Quise acelerar, pero cada cuadra de la ciudad amurallada se me hacía eterna.

Hasta que doblé en la última esquina y vi ese tapete rojo. Mi cuerpo quería parar y caminar, pero mi cabeza no me lo permitió: “¿cómo vas a llegar caminando después de todo esto?”.

Seguí trotando, casi contra mi voluntad, y crucé la meta. Respiré profundo, le di gracias a Dios y sentí una mezcla poderosa: satisfacción absoluta por haber terminado, y frustración por no haber logrado el trote que quería.

Casi me voy sin la medalla, porque seguí derecho, pero alguien me detuvo y me la colgó en el cuello. Me dieron agua, gatorade y una toalla fría en los hombros. Ese momento fue un alivio que nunca olvidaré.


Lo que me dejó esta experiencia

El Ironman 5150 de Cartagena fue más que una carrera: fue una lección de vida. Me enseñó que la verdadera lucha no está solo en lo físico, sino en la mente. Que la disciplina no es perfecta, que la preparación nunca es suficiente, y que el reto real es aprender a avanzar aun cuando sientes que no puedes más.

También me dejó un reto pendiente. No me quedo con la frustración de haber hecho un mal trote: me quedo con la certeza de que puedo hacerlo mejor. Sé que volveré, que me prepararé de otra manera, y que algún día repetiré esta experiencia con un resultado más completo.


Más allá del triatlón: la metáfora de la vida

Al final, un triatlón no es solo una competencia deportiva. Es una metáfora de la vida misma. Todos enfrentamos momentos de confianza (como la natación), de desgaste silencioso (como la bici), y de dolor que parece insoportable (como el trote).

En cada etapa de la vida también escuchamos esas dos voces internas: una que nos dice “ríndete, no tiene sentido”, y otra que insiste “sigue, falta poco, ya casi lo logras”.

La meta, en el deporte y en la vida, siempre se siente más lejana de lo que realmente está. Y cuando por fin llegas, descubres que lo importante no era el cronómetro, sino el camino recorrido, las batallas internas que superaste y la persona en la que te convertiste al no rendirte.

El Ironman 5150 de Cartagena me recordó que nadie llega hasta la meta por casualidad. Y aunque la carrera fue dura, sé que lo verdaderamente inolvidable es haberlo intentado y haber cruzado ese tapete rojo, con la satisfacción de darlo todo y la certeza de que la historia aún no termina.


Si estás pensando en hacer tu primer triatlón o en enfrentar cualquier reto grande en tu vida, recuerda esto: la preparación nunca será perfecta, el momento nunca será el ideal, pero tu decisión de intentarlo puede cambiarlo todo. No se trata solo de llegar a la meta, sino de descubrir de qué estás hecho en el camino.

No lo dudes más: lánzate a tu propio reto, aunque duela, aunque parezca imposible. Al final, te prometo que lo recordarás como uno de los momentos más inolvidables de tu vida.

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